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domingo, 13 de marzo de 2011

Zumalacárregui

Fragmento extraído de Zumalacárregui, novela perteneciente a la colección Los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.

Dos días después, hacia el 8 de Junio, llegaba el General carlista a las inmediaciones de Bilbao con catorce batallones y el tren de batir, bien mezquino por cierto, pues el famoso Abuelo, quebrantado por honrosos servicios, había recibido ya la jubilación. Si pobre era la artillería facciosa, la empobrecía más la carencia de municiones, pues para los dos morteros sólo había treinta y seis bombas. Con tan reducidos elementos iba a emprender Zumalacárregui el sitio de una plaza defendida por cuatro mil hombres de tropas regulares, mandados por el valiente General, Conde de Mirasol, y unos dos mil urbanos; tropa y voluntarios igualmente enardecidos en la fe de la causa que defendían, pues ya desde los comienzos de la guerra dominaba en el vecindario de la capital de Vizcaya la opinión liberal, como contrafuerte de la opinión carlista, dominante con absoluto imperio en los campos. Si tenaces eran los habitantes de las villas y anteiglesias en su afecto a D. Carlos, no lo eran menos los bilbaínos en su devoción a los principios representados por Isabel II. Al ardiente arrojo, a la terquedad ciega de los unos, respondían los otros con iguales o mayores demostraciones de constancia y bravura. ¡Qué tiempos, qué hombres! Da dolor ver tanta energía empleada en la guerra de hermanos. Y cuando la raza no se ha extinguido peleando consigo misma es porque no puede extinguirse.
(…)
A las ocho, próximamente, llegáronse los dos capellanes al alojamiento de Zumalacárregui, y le vieron salir, seguido de sus ayudantes y llevando a su izquierda a Mendigaña. Aproximándose al grupo todo lo que la etiqueta les permitía, oyeron decir a D. Tomás: «No he pegado los ojos en toda la noche». Su mirada era febril, lívido el color de su rostro; su tristeza se disimulaba con la animación que quiso dar a sus palabras. Saludó sonriendo: más encorvado aún que de costumbre, se dirigió al Palacio, desde cuyas ventanas observar solía con su anteojo las posiciones enemigas.
Rompiose el fuego. De abajo respondían con cañonazos y algunos, pocos, disparos de fusilería. Los curiosos se guarecieron tras de la iglesia, y no había pasado un cuarto de hora cuando les sobrecogió un rebullicio de gente, saliendo del Palacio. Algo había ocurrido que era motivo de grande alarma. «¿Qué hay, qué pasa?», preguntaron; y nadie supo nada hasta que salió el cura de Begoña, pálido y descompuesto, y dijo: «Herido el General... poca cosa...».
Y luego apareció Mendigaña con ampliaciones balbucientes de la noticia... «No es nada, no hay que asustarse... una rozadura...».
Todo esto pasaba en menos tiempo del que en referirlo se emplea. Vieron bajar a Zumalacárregui por su pie, no más pálido que cuando subió. «Creo que no es nada», dijo a los que con grande azoramiento y ansiedad le rodearon. Pero al decirlo dio un paso en falso... cojeaba del pie derecho. Dos pasos más, y ya no pudo andar. Entre Fago y otro le llevaron a su alojamiento en volandas, y él seguía diciendo: «No es nada... no es nada...».

El ayudante Plaza explicó lo sucedido, que fue... de la manera más tonta que puede imaginarse. El General observaba con su anteojo los fuertes enemigos. Algo hubo de ver que le inspiró una resolución súbita... Vuélvese para ordenar a su ayudante que mande avanzar inmediatamente el mortero emplazado entre el palacio y la iglesia, y en el momento en que lo dice, una bala de fusil rebota en el hierro del balcón y le hiere en la pierna, por bajo de la rodilla. No dijo más que... «Vamos, ya está aquí...».
Por momentos se confirmaba la noticia de que la herida no era de gravedad... cuestión de media semana. El fuego seguía: a las once acudió Eraso. Poco después se dijo que Zumalacárregui resignaba el mando en su Lugarteniente; por todo el ejército corrió la triste noticia, y los cañones enmudecieron durante un rato.
(…)
No bien amaneció el día de San Juan, los señores Grediaga y Gelos extrajeron la bala, haciendo gran carnicería en la pierna del héroe. Terminada la cruel operación con relativa felicidad, creyose conjurado el peligro, y el contento llenó la casa, y prontamente cundió por todo el pueblo. Puesta la bala en una bandeja, la fueron mostrando de casa en casa. Fray Cirilo propuso enviarla a D. Carlos, como presente histórico que Su Majestad tendría en gran aprecio. Pero, ¡ay!, estas alegrías duraron poco. No eran las ocho cuando el héroe fue atacado de un temblor convulsivo. Acudieron los médicos, la familia. Con medias palabras, pues enteras difícilmente podía pronunciarlas, D. Tomás, conservando su entereza moral, les dijo que se moría, y ordenó se hiciese pronto, pronto, lo conveniente al caso (fórmula militar).
Lo primero fue la asistencia religiosa. El Párroco recibió la breve confesión, y sin pérdida de tiempo entró el escribano, que consternado y lloroso, como todos los demás, se limitó a preguntar al moribundo: «Señor D. Tomás, ¿qué deja usted, y cuál es su última voluntad?» Con la apagada voz que le quedaba, respondió el General: «Dejo mi mujer y tres hijos, únicos bienes que poseo. Nada más tengo que poder dejar».
(…)
Cuando el General recibió a Dios, diríase que la impaciente vida se le mantenía suspensa, en espera de un acto que las creencias del moribundo hacían inexcusable. No bien terminó el sacerdote las preces, acabó de apagarse el conocimiento del General. Su hermano político, juntando cara con cara, le llamó. En sílabas ininteligibles articularon los labios del moribundo la respuesta que, por venir de tan lejos, ya no podía ser entendida. Capapé, llorando como un niño, le besaba las manos. El fraile y la señora de los pasos ligeros rezaban y lloraban de rodillas. A las diez y media dejó de existir el grande hombre. Alma y brazo de la Monarquía absoluta, la Causa que por él y con él vivió, con él moría. Aunque el ideal carlista no haya adquirido el santo reposo, enterrado fue con los huesos de Zumalacárregui bajo las losas de la iglesia parroquial de Cegama... Es que algunos muertos descansan, y otros no.

Selección del fragmento realizada por Antonio Manuel Martín Martín

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